El humor no debe tener límites o Spinoza burlándose de la cristalería

 



Los límites son para las acciones no para las palabras, la pluma y, especialmente, el humor. Puesto que este último es por definición un despliegue de inteligencia y libertad, condiciones indispensables para el desarrollo de una sociedad armónica, solo puede verse condicionado por el talento y puesto que, garantizado por la libertad de expresión, es un camino de dos vías porque, si el que se ríe se lleva, entonces está la posibilidad de responder con ingenio y zanjar las diferencias.

Esto bastaría para rechazar la idea de que el humor debería censurarse, ya fuese por ofensivo o alguna otra inquisitorial excusa. Sin embargo, la censura de los ofendidos es pandémica y no es más que el remanente puritano del totalitarismo con el que se han defendido el dogmatismo, la superstición y la intolerancia disfrazada con la engañosa seda de las buenas intenciones.

Este debate fue olímpica y elegantemente superado por Spinoza en el siglo XVII. ¿Pero quién fue este individuo? Este amigo de la humanidad perteneció a la comunidad judía de Ámsterdam, en Países Bajos o mal llamada Holanda, la cual tras intentar sobornarlo para callar, lo repudió, humilló y expulsó de su comunidad. En vista de dicha hospitalidad, Spinoza se alejó y se ganó la vida como pulidor de lentes dedicándose a pensar y a escribir.

¿Pero cuáles fueron las ideas que le generaron tanto rechazo en su presente y admiración posterior? En sus principales obras, Ética y Tratado teológico-político, este mesurado individuo trabajo con ideas sencillas pero tan fundamentales que le ganaron luego una vigilancia que le arrastró a la autocensura en un lugar, que paradójica y tristemente, ofrecía las mayores posibilidades para el pensamiento y la escritura libre en su época: los Países Bajos.

Spinoza consideraba que no había tal cosa como revelación y que los profetas bíblicos no poseían más que su conocimiento terrenal aderezado con “creatividad”, que los milagros no eran tales sino simplemente irregularidades de las leyes de la naturaleza que para nosotros eran desconocidas, y otra no menos relevante: que las iglesias eran simplemente superstición organizada. Sin embargo, estas obviedades que cualquier persona medianamente instruida puede concluir por sí misma, son solo el entremés. Lo relevante de su pensamiento, y también lo más esperanzador, es su convicción de que las fallas en nuestra sociedad, como el crimen o la violencia, no son más que manifestaciones de la irracionalidad causada por la falta de educación. El buen Spinoza consideraba que una sociedad virtuosa, obviamente conformada por individuos virtuosos, no hacía otra cosa más que “vivir según la sola guía de la razón”. No importaba si se era cristiano, judío o se tenía alguna otra pintoresca superstición. Los ciudadanos virtuosos son los “...que no apetecen nada para sí que no deseen para los demás hombres y, por tanto, son justos, leales...” y van en pos de “...lo útil y lo honesto”. Para ello era necesaria la libertad de pensar y decir “dejando a salvo la paz del Estado”.

De manera que la libertad solo se puede defender ejerciéndola, y para lo cual la censura no es más que una repugnante tara, tal vez Spinoza habría estado de acuerdo con Popper, en que la fuerza pública solo era legítima para enfrentar la violencia física. No las ideas, ni las palabras y mucho menos las plumas. Por que cuando no creo en la libertad de mis adversarios no hago más que empezar a poner los ladrillos de mi dictadura.


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